jueves, 7 de febrero de 2013


SEÑORITA LEONOR SÁNCHEZ LÓPEZ, TESTIMONIO OLVIDADO.



 
 
 
 
La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires: « Sanguis martyrum, semen christianorum ... Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes —sacerdotes, religiosos y laicos— han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo. El testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes...
Es un testimonio que no hay que olvidar. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrando notables dificultades organizativas, se dedicó a fijar en martirologios el testimonio de los mártires. Tales martirologios han sido constantemente actualizados a través de los siglos, y en el libro de santos y beatos de la Iglesia han entrado no sólo aquellos que vertieron la sangre por Cristo, sino también maestros de la fe, misioneros, confesores, obispos, presbíteros, vírgenes, cónyuges, viudas, niños.

En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi « militi ignoti » de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios. Como se ha sugerido en el Consistorio, es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división. El martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto de los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia rendía máximo honor a Dios mismo; en los mártires veneraba a Cristo, que estaba en el origen de su martirio y de su santidad (Beato Juan Pablo II, carta apostólica Tertio millennio adveniente, num. 37).



 



 
 
Artículo publicado el 11 de Febrero de 2007 en el periódico diocesano "Buena noticia" de la Diócesis de Orizaba ,Veracruz.

Corrían en nuestro país los primeros días del mes de febrero, era el año 1937, principios del siglo pasado. Eran días aciagos, oscuros. Eran días de persecución.

Pocos años antes, la Revolución y sus caudillos habían instaurado un nuevo orden en el que la religión católica no tenía ya cabida, y el derramamiento de sangre llegó. La Cristiada dejó una lista interminable de víctimas y victimarios, de culpables e inocentes, de perseguidores y de mártires. Los “Acuerdos”, que pusieron fin al movimiento armado de los cristeros, pero no a la persecución contra la Iglesia, no apagaron en el corazón de los mexicanos el amor a Cristo Rey y el dolor de seguir viendo su fe sometida a prueba en muy variadas formas, en muchos lugares de todo el país. En el estado de Veracruz, siendo gobernador constitucional por segundo mandato el Ing. Coronel Adalberto Tejeda, anticlerical de una pieza, los templos se hallaban cerrados al culto debido a una ley que prohibía realizar actos religiosos en público y restringía al mínimo el número de sacerdotes activos (Ley de Cultos, Ley 197 o “Ley Tejeda”). El Obispo de Veracruz, Monseñor San Rafael Guízar y Valencia sufría el destierro en la ciudad de México y desde ahí velaba por la salud espiritual de su pueblo diocesano, pesando sobre su persona la orden de matarlo que el gobernador Tejeda había dictado en su contra en caso de regresar a territorio veracruzano.

Era el domingo 7 de febrero, la mañana aún oscura y fría. En las calles empedradas de Orizaba con sus casas antiguas de piedra y teja, el sol aún no salía pero agazapados en los quicios y portones, pequeños grupos de hombres, mujeres y niños acudían a la casa del Canónigo y Párroco de San Miguel, Señor Cura José María Flores para celebrar allí, ocultamente, la Misa Dominical. En el corredor de la casa una tarima servía de altar, y el sacerdote presidía una numerosa asamblea de fieles que oraba pidiendo al Sacratísimo Corazón de Jesús, la libertad religiosa.

De repente, un grupo de policías municipales irrumpió con violencia en el recinto, amenazando a la gente que recibía la enseñanza del Evangelio y la Comunión Eucarística. Con lujo de fuerza, en medio de insultos, el señor cura fue desvestido de sus ornamentos mientras que, intentando amedrentarlos, los policías dispararon en varias ocasiones sembrando pánico y confusión entre los fieles, por lo que algunos intentaron defenderse y otros trataron de escapar. Fue entonces cuando un policía llamado Agustín Saldaña abrió fuego sobre la jovencita Leonor Sánchez López, de 19 años e hija de los Señores Encarnación Sánchez, obrero textil de la fábrica de Cocolapam, y Catalina López, ama de casa. La bala (según consta en el parte médico) entró de frente a la altura de la tetilla izquierda y salió por la región lumbar, lesionando uno de los dedos de su mano izquierda. Entre la confusión y sintiéndose malherida, Leonor salió de la casa del Padre Flores hasta la esquina de las calles de Sur 5 y Oriente 10, entonces ocupada por un expendio de leche, donde cayó al recibir una segunda descarga por la espalda de la pistola que no se encontró. Allí quedó desangrándose hasta que momentos después, el coche de la Cruz Roja la trasladó al Hospital Civil (ubicado entonces – misterioso designio – en la parte posterior de la Iglesia de Santa María de Guadalupe “La Concordia”), donde los doctores trataron de salvar su vida. Aquí pudo hablar aún para solicitar la presencia de su padre y confirmar su fe, pidiendo a un sacerdote, lo que le fue rotundamente negado. Minutos después, la joven moría, y en ese momento supremo se encendió una chispa que habría de revivir lo que 6 años atrás había muerto en éstas tierras nuestras: la Libertad y la Justicia.
 
 
Mientras tanto, el Señor Cura Flores y 73 feligreses tras ser sometidos y conducidos a punta de bayoneta por las calles, eran internados en la Inspección de Policía para ocupar momentos más tarde, la cárcel municipal. La ocuparon con honor y valentía, confesando todos a una voz que eran cristianos e hijos de un pueblo libre y soberano, como lo es el estado de Veracruz.

En la calle Poniente 12, en casa de sus familiares, cientos de personas acompañaron los restos de la Señorita victimada rezando el Santo Rosario en sufragio de su alma. Al día siguiente, lunes 8 de febrero por la tarde, más de 10,000 personas hicieron pasar el blanco féretro ante el Palacio Municipal (Palacio de Hierro), en muda protesta por el crimen cometido. Enormes cartelones llevados por el pueblo acompañaron el cortejo. Miles de hombres y mujeres que salían de las fábricas, talleres y hogares se decían: “¡Es la hija de un obrero la que ha muerto, vayamos!”
 
 

Al alejarse la inmensa procesión del centro de la ciudad, el comercio cerró sus puertas en señal de luto y protesta, en las casas la gente apagó los radios; ¡todos, todos juntos compartiendo el mismo dolor y el mismo reclamo: Libertad y Justicia! Dos horas después, entre llantos y oraciones, entre espontáneos reclamos de oradores anónimos, entre las dulces estrofas del Himno Nacional Guadalupano y del Himno Eucarístico a Cristo Rey, la Señorita Leonor Sánchez es sepultada. A un lado de la fosa, un humilde obrero mojó la tierra con unas gruesas lágrimas, su señor padre.
 
 

Sobre su venerable tumba, hasta nuestros días, pueden leerse éstas fervientes letras:

LA MÁRTIR LEONOR SÁNCHEZ AQUÍ REPOSA EN PAZ ¡ACUÉRDATE DE NOSOTROS EN EL CIELO DONDE MORAS! MURIÓ EN EL SEÑOR EL 7 DE FEBRERO DE 1937 ORIZABA AGRADECIDA R.I.P.

Una fecha, un acontecimiento, un testimonio, una vida, que el día de hoy a 74 años de distancia ninguno de nosotros debe dejar pasar, que ninguno de nosotros debe olvidar.

 
 


LA SANGRE DE LA MÁRTIR

(Poesía compuesta por la Poetisa orizabeña Clemencia Isaura, los días que siguieron a la muerte de la Srita. Leonor Sánchez).

¡La sangre de la mártir, ¡al fin ha florecido!

la gloria del milagro, ¡al fin se realizó!

pisamos los umbrales del templo redimido,

se escuchan las campanas que el tiempo enmudeció.



Sabemos que el dios bueno remedia nuestra pena…

…¡a costa del martirio, a costa del dolor!

¿Acaso no pensamos en la desgracia ajena

de aquellos que perdieron la prenda de su amor?



¡Cayó la humilde víctima, cayó la señalada

para salvar al pueblo del sufrimiento atroz!

Al verse envilecido, ¡su creencia pisoteada

De ejercitar el culto que se le debe a Dios!



Cayó, ¡pero muy alto la señaló el destino

Para cumplir ecuánime su Altísima misión!

Y aquel su infortunado, ¡sacrílego asesino!

¡le abrió las santas puertas de celestial mansión!



Los ángeles del cielo cantaron la victoria

De aquella insuperable y noble inmolación

Tomaron tiernamente la víctima expiatoria

¡Llevándole al Dios Bueno el alma de Leonor!



Ahora en su recuerdo, hagamos santos votos,

¡de su piedad ingenua tomemos los ejemplos!

Seamos intachables y férvidos devotos,

¡salvemos nuestras almas, cuidemos nuestros templos!



Clemencia Isaura, febrero de 1937.
 
Fragmento del artículo web "el celo misionero del obispo San Rafael Guízar y Valencia.
 
La persecución religiosa hizo que el Sr. Guízar saliera al destierro el 23 mayo de 1927. Estuvo en Estados Unidos, Cuba y Colombia. Después de misionar por estas naciones, pudo regresar a su diócesis en mayo de 1929. No obstante, sería por poco tiempo, ya que la persecución orquestada por el Gobernador de Veracruz Adalberto Tejeda lo habría de mantener nuevamente ausente desde 1931 hasta julio de 1937, viviendo gran parte del tiempo en la Ciudad de México. Fue el movimiento de apertura de las iglesias, iniciado en Orizaba, Veracruz, la coyuntura que permitió su retorno, estableciéndose primero en Coatepec, donde recomenzó sus misiones, antes de entrar en la capital Jalapa.

El «atentado injusto», como él lo llamó, de la detención, en Orizaba, de los asistentes a una misa celebrada en una casa particular el 7 de febrero de 1937 y en el que murió la joven Leonor Sánchez López había dado pie al Sr. Guízar para manifestar su visión sobrenatural, tan propia del misionero que busca ganar almas para el cielo. Así había escrito, desde Tacuba, D.F., el día siguiente, a D. José María Flores, el sacerdote encarcelado por celebrar esa misa:

«Lejos de darles el pésame les felicito de la manera más calurosa; pues la joven mártir ya está en el Cielo y S.S. [Su Señoría] y el grupo de católicos padecieron encarcelados por amor a nuestro Divino Redentor.

Envidio la suerte de Uds. que padecieron por Cristo [...]. Tengamos muy presente que mientras mayores sean nuestros sufrimientos en este mundo, más grandes deben ser nuestros esfuerzos por unirnos a la Cruz de nuestro Redentor Divino, seguros de que así seremos verdaderos apóstoles de Cristo, y, en medio de las horribles tempestades subirán triunfantes al Cielo millares de almas [...]. Trabajemos por Dios hasta morir; ésta es nuestra misión sobre la tierra; busquemos el reino del Cielo para nosotros y para nuestros hijos con toda la ansiedad del alma».